lunes,18:20
El final de todo (1 de 2)
Simplemente perfecto. El pelo tenía la forma perfecta, una pasada más del peine por el lado izquierdo y estaría listo. Johnny había gastado la tarde entera mirándose al espejo, preparándose para la fiesta. Se había comprado un elegante traje negro con el dinero de una semana trabajando en la tienda, duramente ahorrado, y ahora se miraba en el espejo de cuerpo completo de su pequeña habitación, congratulándose de tener un aspecto tan sexy. Conjuntamente con el traje, llevaba puesta una camisa blanca de grandes aletas, que sobresalían por encima de las del traje, como era la moda, y unos impolutos zapatos negros de tacón alto. Probaba con distintas poses: de perfil izquierdo sacando pecho, de brazos cruzados, con un codo apoyado sobre el otro brazo y el dedo índice en los labios,… También practicaba diferentes frases:
- Esta noche te ves magnífica, Mary Ann, incluso puede que después te deje meterme mano en el asiento trasero de mi buga – esa resultaba graciosa, pero por alguna razón, a las mujeres no les hacía gracia ese tipo de comentarios.
- A ver, ummm, ¡ah, ya sé! Ejem, nena, qué te parece si esta noche contemplamos la luna desde el capó de mi buga. Sé que no brilla tanto como tú, pero es algo que podemos hacer juntos y eso es lo importante – sí, ese era definitivamente el comentario preciso – Seguro que si le digo eso, esta noche mojo, sí.

- Johnny, cariño, se te va a hacer tarde. Recuerda que has quedado con Mary Ann a las ocho – gritó su madre abajo desde la cocina.
- Mamá, – contestó Johnny poniendo los ojos en blanco – que no hace falta que me lo recuerdes, por Dios, ¡que ya soy mayorcito!
- Muchacho, te he dicho un millón de veces que no jures en vano. Y no me contestes, además de que te lo recuerdo por tu bien.
- Vale mamá, lo que tú digas, lo siento. – contestó de nuevo Johnny, esta vez haciendo muecas con la cara y moviendo la mano en imitación de su madre. Lo peor era que ella tenía razón, quedaban diez minutos para las ocho y aún tenía que ir hasta el barrio de Mellington, a varias millas, para recoger a Mary Ann.
Bajó por las escaleras como un rayo y salío de casa despidiéndose de su madre con un rápido “Llegaré tarde, no me esperes levantada. Te quiero, mamá”. Ella aulló una protesta que llegó débil a los oídos de Johnny cuando ya atravesaba el jardín igualmente raudo, esquivando con certeza las hortensias que tanto mimaba la señora Thornborn. Saltó sobre la puerta de su descapotable al asiento del conductor, arrancó el motor y con un rugido despegó hacia la casa de su querida Mary Ann.

Estaba deseando ver a su chica enfundada en el vestido que tan celosamente le había ocultado para que la primera vez que la viera con él puesto fuera ese preciso día. Esa era una de las razones por las que conducía tan rápido, pero no la única y es que a Johnny le encantaba hacer rugir su Dodge, conducir veloz como el viento, sentir como el riesgo de tomar las curvas sin reducir erizaba su pelo y hacía galopar su corazón. Atravesó Liverpool Lane y dejó de lado el barrio obrero de Pastings para recorrer un tramo de autovía y llegar a casa familiar de Mary Ann, a un par de manzanas de una de las salidas de dicha autovía.
Apenas utilizó los diez minutos de los que disponía para ser puntual y evitar los comentarios despectivos del padre de Mary Ann sobre su impuntualidad y dejadez. En absoluto le importaba la opinión de su padre, pero sabía que no convenía irritarlo si no quería discutir y llegar de mal humor al baile.
Johnny aparcó frente al jardín de la residencia de su novia, un chalet de madera como todos los del barrio, pero relativamente más amplio en comparación. Estaba pintado de un color huevo, que con el paso de los años había ido adquiriendo un tono grisáceo. Gris como el cielo sobre ella, ya oscurecido por la llegada del crepúsculo y que amenazaba con llover en cualquier momento. “Espero que no llueva, me estropearía el pelo”, pensó Johnny cerrando la puerta de la valla tras de sí. Cruzó el jardín principal en dirección al situado al otro lado de la casa. Allí era donde se encontraba con Mary Ann en sus escapadas nocturnas a la ciudad. Ella bajaba de su habitación, en la planta superior, primero a través del tejado de pizarra azul y seguidamente por un mosaico de madera destinado a facilitar el crecimiento de las enredaderas. No eran las plantas las únicas que sacaban provecho de aquel diseño. A Mary Ann le gustaba dejarse caer cuando estaba a unos pocos pies del suelo para que su novio la cogiese en brazos y darle un tierno beso de gracias. La primera caída había sido fortuita, pero le gustó tanto que lo repitió de ahí en adelante.
A medida que Johnny se aproximaba a la puerta de madera que daba paso al jardín trasero, se repetía las palabras que le diría a Mary Ann “…aunque la luna no brille tanto como tú…”, cuando la oyó reírse al otro lado de la puerta. Su risa le trajo a la mente su cara sonriente, su pelo mecido por la brisa cuando la llevaba a dar una vuelta en su coche, sus ojos negros como una profunda noche sin luna, su timidez, su dulzura a la hora de besar, el amor que se profesaban. También las noches que habían compartido viendo películas en el cine al aire libre, en las que lo menos important… Una voz masculina interrumpió sus pensamientos. No lograba comprender lo que decía, porque no era inglés lo que escuchaba, sino español. Posiblemente algún primo por parte de su padre, español de nacimiento, había llegado desde España para hacerles una visita. Posiblemente, ya que esa voz le resultaba por completo desconocida.
Johnny, intrigado, avanzó lenta y sigilosamente por el angosto camino situado entre la pared del edificio y el muro de separación con la vivienda contigua, y asomó la cabeza por la esquina trasera la casa. Mary Ann charlaba animadamente con un chico de aproximadamente la misma edad que ella y, si no hubiera sido porque estaba seguro del amor que sentía hacia él, habría jurado que estaba coqueteando con ese “hispano de mierda”. Le había caído mal automáticamente, algo habitual cuando se sienten celos y ahora mismo Johnny estaba realmente celoso. Y daba igual que fuera español y no latinoamericano, la geografía y la precisión lingüística eran prescindibles bajo semejante estado de furia. Lo que necesitaba era desahogarse, tratar de apaciguar la tempestad que se desataba en su interior insultándole en silencio, para contenerse y evitar el derramamiento de sangre. Inconscientemente se quedó observando la escena, esperando que todo fuera una desagradable confusión.
- Escucha, Johnny tiene que estar al venir. No suele ser puntual…¡qué digo, nunca es puntual! Pero aún así deberías irte ya por precaución. – Desgraciadamente, el pobre Johnny no entendió nada excepto su propio nombre. Lo que si pudo adivinar era la agitación con la que hablaba Mary Ann.
- OK, pero dame un último beso de despedida.
- Es muy arriesgado, ¿sabes? – el supuesto primo le miró con cara de cordero degollado y ella tuvo que claudicar – Está bien, ven. – Y ambos se fundieron en un beso más intenso y apasionado que cualquiera de los que él había recibido de Mary Ann.
 
Un bonsai de David | Raí­z |


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